El contexto en el que se sitúa una fuente es clave para destacar su monumentalidad. Así, cuanto más céntrica y más se decore, más relevante será para la ciudadanía. Este hecho produce que fuentes monumentales que bien podrían ocupar plazas en su nombre, queden relegadas a un elemento más del paisaje sin que se aprecie su magnitud por no contar con el contexto adecuado. Es lo que le ocurre a la fuente de Ceres, uno de los surtidores más bellos de Barcelona y que sin embargo, en dos ocasiones fue apartada de la ciudadanía «por incómoda».
Fuente de Ceres: una olvidada circunstancial con tres residencias
¿Os imagináis si los madrileños hubiesen apartado a la Cibeles de su céntrica posición, y la hubiesen colocado, primero en Vallecas, y después en la Casa de Campo? Probablemente uno de los indiscutibles símbolos de la capital, hoy no sería más que un bello adorno en un inmenso parque.
Esto mismo es lo que le ha sucedido a la Fuente de Ceres. Si bien nunca tuvo la pretensión de símbolo, sí que ir apartándola de rincón en rincón, cada vez más inhóspito, le ha restado importancia a una construcción que aun hoy resulta llamativamente monumental.
Su historia comenzó en nada más y nada menos que el paseo de Gràcia, cuando aún no despuntaba como eje burgués pero sí se intuía su céntrica importancia en la vida de los Barceloneses, siendo la principal unión entre la Barcelona aún amurallada, y las villas del norte, con Gràcia a la cabeza.
Se inauguró en el año 1830 en lo que sería la confluencia del carrer Provença con el paseo (de mantenerse en su emplazamiento original, hoy quedaría a la entrada de La Pedrera), cuando éste se comenzaba a urbanizar.

Primer exilio por una Barcelona revoltosa
El primer motivo de mudanza vino por una constante en la Barcelona del s. XIX: las revueltas.
Barcelona urbanísticamente siempre ha sido un quebradero de cabeza para los militares de afuera. El derribo del Born y la construcción de la Ciutadella tras la Guerra de 1714 de hecho responde a la necesidad de las milicias de encontrar espacios que les fueran favorables en caso de insurrección, ya que adentrarse en el caos de calles que suponía la Barcelona pre-Eixample, era adentrarse en un laberinto donde el militar tenía todas las de perder.
El traslado de la fuente de Ceres engrosa estos ejemplos de cambios urbanísticos para favorecer el control de la Barcelona insurgente, en este caso, en respuesta a la Revuelta de las Quintas de Gràcia de 1870.
Qué cara%o hacía una fuente de tal porte ahí en medio se debió preguntar el general Gaminde cuando, dispuesto a sofocar la revuelta gracienca desde las baterías instaladas en el amplio paseo, se encontró a Ceres en el medio de los objetivos de los proyectiles. Pese a su intento de mediadora de paz, ante un militar cabreado mejor quitarse de en medio…
Fue así como la diosa de la agricultura (de ella proviene la palabra cereal), dejó de ser gracienca para que el Ayuntamiento, ante la amenaza de ser objeto de un proyectil, la trasladara lejos de allí. Ceres se empadronó en el Poble Sec.

Muy bonita sí, pero como un elefante en medio de un salón
Con un Ayuntamiento a sus cosas, enfrascado en continuas protestas y con el Eixample a medio hacer, pocas discusiones debieron hacerse para decidir su nuevo emplazamiento, por lo poco planificado de la decisión.
Lo único claro es que la fuente no debía estorbar precisamente para los dos «dolores de cabeza» que protagonizaban los plenos de Barcelona. Para ello debía no estar en las vías de entrada y salida de la ciudad (y de las milicias, sea dicho de paso), ni en el territorio que conformaría el Eixample, que aún dibujaba y rellenaba cuadrículas sin saber muy bien hasta dónde parar.
Eso la llevó a un rincón del interior de Poblesec, donde de ser un problema para el Ayuntamiento, lo acabó siendo para la población.
La razón de por qué un barrio obrero rehusó una joya neoclasicista se debe a la lógica del propio orden urbano: si colocas una fuente creada para decorar la por entonces vía más ancha de la ciudad, en una plaza de no demasiadas dimensiones, el resultado es que de lugar de encuentro se pasa a «mostrenco» que apenas deja espacio para pasar.
55 años de encuentros y desencuentros de las buenas gentes de Poblesec con la diosa pasaron hasta que la lógica imperó de nuevo, y en los albores de la Exposición del 29 a alguien del Ayuntamiento se le encendió la luz (probablemente viviría por allí) y decidió que la recién urbanizada montaña de Montjuïc sería una buena residencia para la ya centenaria diosa.
Aunque ya son pocos los de Poblesec que recuerdan el paso de la diosa por su barrio, involuntariamente ha dejado mucho más huella de lo que imaginaba en el lugar. Su presencia en la plaza fue la causante que la anteriormente conocida como plaza Blasco de Garay, se llame desde entonces Plaza del Sortidor.

Montjuïc: la montaña que creció en monumentalidad a golpe de desalojos
El último de los traslados también fue el definitivo para la pobre Ceres, que de ser un símbolo de la Barcelona ostentosa, quedó reducida a la categoría de «surtidor».
Así, desde 1929 descansa haciendo la labor de rotonda en la plaza de Sant Jordi, creando dupla con el santo patrón desnudo de Josep Llimona en lo que es uno de los rincones más monumentales de la ciudad y que sin embargo, pasa desapercibido para muchos Barceloneses.
Es el pago por disfrutar de una de las zonas más olvidadas a la par que revindicadas de la ciudad, ya que hasta la reforma olímpica del 92, Montjuïc era una suerte de almacén municipal, donde se depositaba el estatuario y las instalaciones que incomodaban en otros lugares, como era el caso de las estatuas desnudas de plaza Catalunya que acabaron en Miramar.

La fuente de Ceres: la mitología que daba esplendor a la ciudad industrial
Tras el repaso al padrón de Ceres en la ciudad, volvemos a sus orígenes, las razones por las que acabó decorando el passeig de Gràcia. Volvemos por tanto a 1825.
Por aquel entonces, Barcelona comenzaba a despertar de su largo letargo medieval y despuntaba como potencia industrial. A la actividad de sus fábricas se le sumaba las riquezas y el comercio que traían los indianos de las Américas (de aquellos fangos, estos lodos…), por lo que el Ayuntamiento comenzaba a proyectar un nuevo modelo de ciudad que se alejara del tono gris fabril y se acercara a la monumentalidad que ya despertaba en otras grandes capitales como París o la propia Madrid.
Para ello, la decoración pública se convirtió en un importante agente de cambio. La población tenía que notar que la ciudad mejoraba, y qué mejor forma de transmitirlo que mediante el embellecimiento de las calles. El elemento más recurrente que el consistorio decidió como ornamento fue la fuente, dado el vínculo que la ciudad siempre tuvo con el agua.
La tendencia la inauguró la fuente de Hércules en 1802, y le siguió precisamente otras tres protagonizadas por la propia Ceres, una alegoría a la medicina y otra a la fidelidad, situadas en el jardín del General, a la postre primer jardín público de Barcelona, fruto de este cambio que narramos.
Al hecho de que proliferaran las fuentes, también les acompañó en la tendencia el factor de que los protagonistas fueran en su mayoría, seres y dioses mitológicos por dos razones:
Estamos en pleno renacimiento cultural, por el cual se alude con frecuencias a historias mitológicas que sirvieran a su vez para ensalzar el espíritu actual. Es así como se homenajeaba a dioses como Hércules (uno de los fundadores de Barcino) o alegorías de gusto clásico a la industria, agricultura, comercio, etc.


Las referencias a un pasado pluscuamperfecto no incomodaban a ningún sector de la ciudad, por lo que de igual forma que en la dictadura se usaba el arte anecdótico, en el S. XIX se tiraba de historia clásica sin referencias al medievo o a la figura eclesiástica.
Es así como en 1825 se encarga al escultor Celdoni Guixà, de gusto neoclásico, una fuente que aludiera a la tradición agrícola de Barcelona y Gràcia, para situarla en la frontera de estas, por aquel entonces, villas.
Guixà, que por aquel entonces también se hizo cargo de los ornamentos de la fuente de Neptuno (por aquel entonces en Pla de Palau, y hoy en día en la plaza de la Mercé), acudió a la tradición de Ceres como diosa de la agricultura y los cultivos.
Hoy, Ceres nos saluda sin rencor, con su espiga en la mano y sobre sus cuatro fieles delfines que nunca la abandonaron camino a la anella Olímpica. No dejemos de devolverle el saludo con el mérito de ser una de las primeras fuentes que decoraron la ciudad, a pesar de que ésta la rechazara en dos ocasiones.
