Hospitalet: el gran dormitorio de Barcelona. La ciudad que pese a tener más habitantes que cualquier capital de provincia media, queda arrinconada como un barrio sin más, la periferia dentro de la periferia. Sin embargo, hace apenas un siglo, este histórico lugar de paso contaba con playa, e incluso rozaba la montaña de Sant Pere Martir. Algo que hubiese mantenido si Barcelona no hubiese querido meter mano a los barrios de L’Hospitalet de la misma forma que hizo con las villas del pla.
¿Qué pasó para que L’Hospitalet perdiera su playa?, ¿por qué no cuenta con acceso al Collserola?, ¿qué otros barrios se anexionó Barcelona de los pueblos limítrofes?
La política de anexiones de Barcelona
Hoy se cuenta casi como algo romántico, que los ahora distritos de Sants, Sant Andreu, Sant Martí, Gràcia, Sarrià y Horta en su día fueron villas hasta que se convirtieron en parte de Barcelona. Paseamos por estos barrios y sentimos un aire a pueblo frente a sus antiguos ayuntamientos, plazas mayores…
Pero esta lectura romántica escapa de la realidad de que no se trataron de «uniones», sino anexiones. La gran mayoría de los habitantes de las, por entonces, villas, no quisieron formar parte de Barcelona, sino conservar su independencia.
Prueba de ello, fue la creación de la «Junta Antiagregacionista de las Poblaciones del Llano» a mediados del s. XIX, cuando tras derribar sus murallas medievales, Barcelona comenzó a desplegar su plena voluntad de hacerse con todas las tierras del pla o llano.
La cuestión no era únicamente la de ganar territorio, sino la de ganar poder. En plena era industrializadora, las potencias urbanas no eran aquellas que mejor calidad de vida ofrecieran, sino la que tuvieran mayor mano de obra disponible. Esto es, mayor demografía.
Con una Barcelona que comenzó el s. XIX con apenas 120.000 habitantes cuando Madrid ya contaba con 200.000, la carrera por hacerse con mayor población comenzaba en desventaja, y una forma rápida de ganarla era directamente sumar la demografía de las villas limítrofes. Si además, estas villas contaban con un importante tejido industrial como era el caso de Sants, Sant Martí o Sant Andreu, el combo resultaba perfecto.
Esto bien lo sabían desde la capital, que durante todo el siglo mantuvo una política de apoyo a las villas negando las pretendidas anexiones barcelonesas… que debían pasar por el trámite estatal para su aprobación. Con el «no» de Madrid y la firme intención de ésta de no perder la primera posición en cuanto a población, la independencia de las villas del pla estaba más que asegurada.
Pero llegó 1897 y con él un suceso que cambiaría drásticamente las tornas… la guerra de Independencia de Cuba y Filipinas. Para poder asegurar la contienda, el estado necesitaba llamar a filas a cuantos más combatientes le fuera posible. En estos casos, Barcelona se mostraba mucho más dócil que las villas, que especialmente en el caso de Sants, Gràcia y Sant Andreu, eran calificadas como altamente revolucionarias.
Esa «docilidad» barcelonesa se convirtió en una potente moneda de cambio a la hora de negociar de nuevo las anexiones. Barcelona llegó a Madrid con la promesa de facilitar la llamada a filas de tropas si, esas «problemáticas villas» quedaban bajo su control.
Y así, con el pretexto de la guerra de Cuba y Filipinas, y mediante una simple firma de un decreto real que no contaba con el respaldo de sus pobladores, el 20 de abril de 1897 Barcelona se anexionó seis de las poblaciones limítrofes: Sants, les Corts, San Gervasi de Cassoles, Gràcia, Sant Andreu de Palomar y San Martí de Provençals.
A éstas seis se les sumó Horta el 1 de enero de 1904, y finalmente Sarrià el 4 de noviembre de 1921. ¿Acabó aquí el «robo» de poblaciones? Sí si contamos poblaciones en su totalidad, pero un año antes de la anexión de Sarrià, en 1920, Barcelona dio el primer mordisco a los municipios de sus alrededores. En concreto, a los barrios de L’Hospitalet.
La Marina: el primero de los barrios de L’Hospitalet que se perdió
Pese a que la política de anexiones de las villas del plano de Barcelona acabó cuajando (la población, aunque reticente desde un principio, se acabó acostumbrando gracias al aumento de políticas sociales e inversiones económicas), el asentamiento del movimiento municipalista y la mayor tradición histórica propició que el ansia acaparador de tierras barcelonés, se frenara a la hora de llegar a los municipios colindantes.
Esto supuso que la estrategia de crecimiento territorial barcelonés ya resultara imposible realizarse mediante la absorción sin más y requiriera de mayores dotes negociadoras: esto es, poner dinero o inversiones sobre la mesa a cambio del territorio pretendido.
En el primero de los tajos que se le realizó a los barrios de L’Hospitalet, nuevamente la ayuda del Gobierno Central fue clave, ya que para que el consistorio hospitalino cediera las 947 hectáreas que conformaban el barrio de La Marina, fue necesaria la declaración de «suelo de interés público».
¿Y qué interés público podía tener un territorio costero, eminentemente agrícola, en la década de los 20? (recalcamos lo de la década de los 20 porque actualmente, el uso claramente sería turístico): situarse entre el puerto comercial de Barcelona y el recién inaugurado aeropuerto. Espacio que resultaba ideal para establecer un puerto franco.
Esta declaración de operación de interés público, puso entre las cuerdas al ayuntamiento de L’Hospitalet, al que solo le quedó la oportunidad de poder negociar unas condiciones mínimamente beneficiosas.
A cambio de perder toda su línea costera y numerosos terrenos agrícolas, L’Hospitalet recibió 83.980 pesetas de la época, así como la promesa de entrar en la participación del nuevo puerto franco.
Las pesetas las recibieron, pero la entrada al Consorcio de la Zona Franca se convirtió en veto en cuando un par de años más tarde, en 1930, Barcelona pretendió añadir una nueva franja de terreno que iba hasta 125 metros por encima de la Gran Vía (Gornal y Bellvitge).
El alcalde hospitalense de la época, Just Oliveras (a quien la ciudad rinde tributo nombrando así su principal rambla), mostró una férrea oposición al plan negando cualquier otro pacto expansionista. Gracias a ello, Gornal y Bellvitge siguen siendo de pleno derecho barrios de L’Hospitalet, pero esta ciudad fue expulsada de cualquier participación en los, otrora suyos, terrenos de la zona franca.
Terrenos que, por cierto, no cumplieron del todo con la legalidad del decreto de uso de interés público, ya que el puerto franco nunca llegó a desarrollarse como tal, convirtiéndose con el paso de las décadas en el polígono industrial de mayor tamaño del país.
Finestrelles: la segunda (y última) de las mordidas a los barrios de L’Hospitalet
En 1931, justo antes de la llegada de la II República, Esquerra se hace con la alcaldía de la ciudad, oportunidad que desde la Barcelona dirigida por Joan Antoni Güell (de los Güell de toda la vida), la vieron en bandeja de plata para continuar con la política expansionista.
Con Oliveras fuera de juego y con un ayuntamiento necesitado de financiación, una nueva ronda de negociaciones parecía más que factible y no tardó en llegar, solo que ahora no era Gornal y Bellvitge las zonas pretendidas, sino el ala norte de L’Hospitalet: unos terrenos que conectaban directamente a Collblanc con la sierra de Sant Pere Martir.
¿Por qué este cambio de diana? La razón que desde el consistorio barcelonés se esgrimió es que, adquiriendo y gestionando estos terrenos en los barrios de L’Hospitalet del ala norte, podrían ampliar la Diagonal hasta el Baix Llobregat y constituir una nueva entrada a la ciudad más cómoda desde las carreteras que llevaban a Madrid.
La realidad es que, si bien es cierto que ese fue el uso que se le dio, situándose al final de Diagonal el nudo circulatorio de la B-20 y B-23 que conectan con la N-340, el hecho de que los Güell tuvieran terrenos de su propiedad en la zona (la finca y los pabellones Güell), hace pensar que existiera un claro caso de prevaricación.
En cualquier caso, las raquíticas cuentas del consistorio hospitalense y el tener que afrontar un exponencial aumento de la población sin apenas recursos (L’Hospitalet pasó de 12.360 habitantes en 1920 a 37.650 en 1930: el triple de población a gestionar en un periodo de tan solo una década), consiguió la firma de un trato mediante el cual las 53 hectáreas del barrio de L’Hospitalet de Finestrelles pasaban a manos barcelonesas a cambio de:
- El servicio de extinción de incendios.
- El servicio de recogida de perros.
- El suministro de la vacuna de la viruela.
- Los análisis de aguas potables y de leche.
- El tratamiento antirrábico para personas vecinas de los barrios de L’Hospitalet que resulten infectados.
- Reducción de los cañones de limpieza y conservación del alcantarillado de Collblanc y La Torrassa.
- Construcción de una colectora en la Riera Blanca.
- La reparación de la calzada de la travessera de les Corts entre Riera Blanca y la carretera de Madrid a Francia.
- La supresión de la aduana existente en la carretera de la Bordeta y la Riera Blanca.
La consecución de estos nueve puntos podría sonarnos incluso beneficioso por 53 hectáreas sin explotar (ni pretensión cercana de hacerlo) en un contexto de enorme crisis económica, pero el ayuntamiento de L’Hospitalet cayó en la trampa de que el trato contemplaba el ofrecimiento y la cobertura de los servicios listados, pero no su coste.
Esto supuso que en la práctica, L’Hospitalet apenas se beneficiara de la supresión aduanera, la reducción de cánones y poco más, ya que aunque pudiera disponer de los otros servicios, no podía pagarlos.
Otros municipios «robados» de la Barcelona metropolitana
Vaya por delante que en todo el artículo, el término «robo» hace referencia a las circunstancias de cada tiempo, sin que a día de hoy se pueda decir que la Zona Franca no es de Barcelona o cualquier otro punto citado.
Pero sí resulta curioso que, mientras las anexiones suelen ser cosa de dos partes, en el caso barceloní, lo que se decía desde la plaza Sant Jaume fue a misa en más de una decena de casos.
Dentro de esta decena encontramos otros tres casos a sumar a los de los barrios de L’Hospitalet y las villas del plano: Santa Creu d’Olorda, el Bon Pastor y Baró de Viver, así como un bonus track que pudo ser y no fue por obra y gracia nuevamente de Madrid: Sant Adrià.
Santa Creu d’Olorda: de la bancarrota a Sarrià
Santa Creu d’Olorda es muy fácil de localizar dentro de un mapa de Barcelona. Es, nada más y nada menos, que esa extraña islita que se encuentra en plena sierra del Collserola separada del resto del territorio barcelonés.
Esta aldea serrana fue municipio independiente hasta 1915, momento en el que su alcalde dijo «prou» y desde su humilde asiento consistorial (que no era otra cosa que la rectoría de la ermita), declaró que Santa Creu d’Olorda estaba en bancarrota, que si alguien la quería.
En realidad no es que pusiera el anuncio en un periódico, sino que directamente se dirigió a sus vecinos: los municipios de Molins de Rei, Sant Feliu de Llobregat y Sarrià (aún independiente por 6 años más).
Sarrià contaba ya con cierta experiencia en este sentido, ya que precisamente era vecina de Santa Creu d’Olorda gracias a que en 1897 quienes dijeron prou fueron los regidores del, por entonces también independiente, municipio de Vallvidrera, que también cayó en la bancarrota.
Los tres municipios colindantes tuvieron a bien repartirse Santa Creu d’Olorda teniendo por referencia la voluntad de los dueños de los diferentes terrenos, cayendo el de la ermita en manos sarrianencas.
Este hecho fue clave para que, una vez Barcelona se anexionó Sarrià, cuan matón de la clase, quedársela enterita para él al justificar que la gestión de los terrenos era materia de la iglesia, y que ésta era de Sarrià.
La decisión no contentó, sobre todo, al consistorio de Molins de Rei, que incluso en el cercano 2014 solicitó oficialmente el reconocimiento de este territorio como propiedad de Molins al tener mayor vínculo histórico con esta ciudad que con la «lejana» Barcelona.
La petición se resolvió manteniendo la propiedad del terreno en manos barcelonesas pero adjudicando la iglesia al obispado de Sant Feliu, y declarando un cura de Molins como gestor.
El Bon Pastor y Baró de Viver: el caballo de Troya dentro de Santa Coloma
La fijación de Barcelona por los barrios de L’Hospitalet no era un carácter expansionista exclusivo del lado Llobregat: ya en el 1929, mientras se negociaba el crecimiento de la Zona Franca, se intentó desde el consistorio de Sant Jaume, anexionarse los terrenos de Sant Adrià que quedaban del lado barcelonés del río Besòs. Una operación que desarrollaremos un par de textos más abajo.
Fracasado el intento de llegar al Besòs por su lado sur, una Barcelona hambrienta por crecer lo intentó por el lado norte, perteneciente a Santa Coloma de Gramanet. ¿Qué truco usaron desde Barcelona para poder tocar la orilla del río Besòs? Algo muy parecido a un caballo de Troya del s. XX.
Por aquel entonces, comenzaba la gran ola migratoria proveniente del sur que desembocaría en los años del desarrollismo. La Exposición del 29 requería mano de obra y también realojos, concretamente los de las barracas de Montjuïc, que afeaban el paisaje monumental que por allí se estaba creando.
Para acoger tanto a unos, como a otros, Barcelona le pidió a Santa Coloma si podía construir en sus terrenos de la otra punta, donde los barraquistas no hicieran feo… Curiosamente siendo los terrenos propiedad del por entonces alcalde de Santa Coloma, el industrial Enric Sanchís, que aceptó realojarlos en torno a su propia fábrica de sulfuros y productos químicos.
Una vez construidas las primeras «casas baratas» (no es que pusieran especial ilusión en construir para la mano de obra fabril y los barraquistas, que incluso se vieron muchos de ellos obligados a acabar las construcciones), el caballo de Troya barcelonés ya estaba armado, ya que al poco de los años, en 1945, el consistorio pudo hacer servir el Reglamento de Población y Términos Municipales de 1924 y la Ley Municipal de 1935 para quedarse con estos terrenos.
Este reglamento lo que venía a decir es que se permitían las segregaciones parciales de términos municipales siempre y cuando el sector pretendido, ya dispusiera de servicios municipales propios del otro término. Es decir, como El Bon Pastor y Baró de Viver quedaban del lado barcelonés del Besòs, disfrutaban de servicios propios de la ciudad de Barcelona como el alumbrado, la recogida de basuras, el transporte, etc.
Esto permitió que Santa Coloma de Gramanet perdiera todo el margen izquierdo del Besòs y que, un 1 de enero de 1945, Barcelona diera la bienvenida al año nuevo tocando por primera vez su río Besòs.
Sant Adrià: el pueblo que se perdió y volvió gracias al franquismo
Cuesta decir «gracias al franquismo» en cualquier contexto, pero es cierto que a la hora de hablar de Sant Adrià del Besós como municipio y no como barrio de Barcelona, toca afirmar que así lo es por voluntad del dictador y sus secuaces.
Tal como hemos tenido la oportunidad de comentar, 1929 fue un año «activo» a la hora de las pretensiones barcelonesas de engrandecer su área municipal, y pese a contar con más de 1.000 años de historia (en 2012 celebró su milenario), Sant Adrià no se veía más que como un barrio en medio de la desembocadura de un río que lo dividía en dos.
Esta peculiar división hacia que, como en el caso del Bon Pastor y Baró de Viver, de facto sus habitantes usaran los servicios de Barcelona o Badalona según a qué lado de la orilla les quedase. Este hecho sirvió de excusa para que los alcaldes de ambas localidades vecinas, de forma muy salomónica (pero sin pedir permiso a los afectados) dijeran: para ti el lado derecho que yo me quedo con el izquierdo.
De esta forma tan aleatoria, Sant Adrià dejó de ser reconocido como municipio y pasó a ser un barrio de custodia compartida. Así fue oficialmente durante casi treinta años. ¿Escucharon las autoridades franquistas las frecuentes protestas de sus vecinos, que en ningún momento se sintieron ni barceloneses, ni badaloneses?
Como nos podemos imaginar, al franquismo el sentimiento de pertenencia de un municipio catalán no era un asunto que les importara lo más mínimo, pero sí lo que dictaba el Plan Comarcal de 1953. Este plan, que pretendía ordenar el territorio a nivel nacional, dictaba explícitamente la prohibición de cualquier intento o pretensión de unificación municipal de la metrópoli y capital de Cataluña.
Dado que no se iban a encontrar ningún tipo de oposición vecinal, en 1958 se revocó la adhesión de Sant Adrià a Barcelona y Badalona devolviendo el estatus de ciudad, haciendo cumplir así el decreto en el que descaradamente se hacía patente la política madrileña llevada a cabo desde hace más de un siglo: que Barcelona nunca fuera más que Madrid.
En el caso de los barrios de L’Hospitalet perdidos por la misma época, la situación era diferente, ya que al haberse usado para intereses industriales nacionales (la SEAT ya andaba instalada en Zona Franca y en Finestrelles estaba el nudo circulatorio que comunicaba con Madrid), la «expropiación» quedó justificada.
Estas injerencias de Madrid en las políticas de Barcelona no es ninguna interpretación libre, ya que en el mismo Plan Comarcal al que nos referimos, sí que se fomentaba e impulsaba la unión del conurbano madrileño para formar la entidad municipal más grande de España.
Las intromisiones de Madrid dentro de las políticas barcelonesas (y catalanas) no es ningún invento del s. XXI al calor de hechos como la negación de un estatuto propio. Ya en el s. XIX se hicieron muy patentes cuando Barcelona comenzaba a despegar tanto económicamente, como demográficamente. Fruto de esas intromisiones fueron, tal como comentábamos al inicio del artículo, la ralentización de la adhesión de las villas del plano, pero también la elección del Plan Cerdà frente al legitimado de Rovira i Trias, al ser el segundo más expansionista que el primero. «Historia del Eixample: el barrio que creó la nueva Barcelona« |
La política de anexiones de Barcelona a día de hoy
Con la inclusión de los barrios de Baró de Viver y el Bon Pastor en 1945, se acabaron las anexiones al territorio barcelonés. La política de protección de los intereses de Madrid como urbe durante el franquismo, impidieron cualquier pretensión del consistorio barcelonés por tocar territorio ajeno.
Más aún con alcaldes peleles de la dictadura como Porcioles, totalmente fiel a los dictados que se realizaban desde la capital de España aunque fueran contrarios a los de su ciudadanía. Este hecho, y no cualquier otro relacionado con su nefasta gestión, le permitió ser el alcalde más longevo de la ciudad, durante 16 oscuros años.
Con la llegada de la Democracia, se consolida el municipalismo, siendo inviable prácticas como las pasadas en las que Barcelona solicitaba la adhesión y se realizaba unilateralmente si llegaba el deseado «sí» del Gobierno Central.
A día de hoy, las leyes no es que sean pro o en contra de las anexiones, sino que protegen ambos intereses: de quererse anexionar un municipio a otro, debe aprobarse y celebrarse antes un referendum vinculante donde la ciudadanía elegiría su futuro.
De haber existido estas leyes durante el s.XIX, es muy probable que Barcelona tan solo se habría podido anexionar Hostafrancs en el temprano 1839, ya que ésta fue la única villa que aceptó la adhesión por voluntad popular (a cambio de un edificio donde dirimir sus propios asuntos: la hoy sede del distrito de Sants, que nunca llegó a ser ayuntamiento). Ninguna otra de las villas del plano contó con el apoyo de sus vecinos para convertirse en barceloneses.
Así, consolidados todos sus vecinos como municipios de pleno derecho, Barcelona dejó de lado hace décadas sus pretensiones expansionistas cambiándolas por otras colaboracionistas, como las que se llevan a cabo con El Prat de Llobregat en asuntos referentes al aeropuerto, o las desplegadas para hacer llegar la Diagonal al mar y construir el Port del Fórum en terrenos de Sant Adrià.
Esta política colaboracionista también se ha hecho patente en los barrios de L’Hospitalet, donde son frecuentes las colaboraciones a la hora de expandir Fira Barcelona, tal como actualmente se está llevando a cabo.